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Los animales son amigos, no comida

Hay una enseñanza antigua de los Cree: las personas no cazan al alce de manera casual. El alce se entrega a las personas solo en momentos de verdadera necesidad. Esta historia es más que una leyenda: es una instrucción. Nos dice que los animales no son nuestros para tomarlos a nuestro antojo. Son nuestros parientes. Cuando dan sus vidas, es un regalo. Y los regalos exigen gratitud, humildad y moderación.

La historia humana alguna vez entendió esto. Durante siglos, la carne no era un derecho diario. Después de que las personas se establecieron en la vida agraria, los animales eran compañeros de supervivencia: proporcionaban leche, huevos y trabajo. Sus vidas se respetaban, salvo en los inviernos más crudos o en celebraciones excepcionales cuando la comunidad requería un festín. La carne era escasa y, por lo tanto, sagrada. Comerla significaba honrar el peso del sacrificio.

Pero nos desviamos. A medida que creció la riqueza, la carne cambió. Se convirtió en un símbolo de estatus, una mercancía, una forma de mostrar poder. Ya no era rara, se volvió rutinaria. Sin embargo, siempre hubo disidencia. Incluso en el apogeo del Renacimiento europeo, Leonardo da Vinci declaró que no haría de su cuerpo “una tumba para los cadáveres de los animales”. Su negativa no era mera excentricidad; era una postura moral. Él vio lo que otros ignoraron: que una vida tomada a la ligera es una vida irrespetada.

Otras tradiciones también llevaron esta verdad. El budismo colocó la compasión en el centro de la conducta humana, no solo hacia las personas, sino hacia todos los seres sintientes. Comer un animal es extender el sufrimiento, atarse más profundamente al daño. Abstenerse es practicar ahimsa, la no violencia en acción. Esta enseñanza resuena con la historia de los Cree: la vida nunca debe tomarse a la ligera.

El mundo moderno ha abandonado en gran medida esta sabiduría. Durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, las personas volvieron a tratar la carne como algo precioso, racionado, nunca desperdiciado. Pero después de que terminó la guerra, el hambre fue reemplazada por la abundancia, y la moderación dio paso a la indulgencia. El consumo de carne se disparó. Las cocinas se volvieron pesadas, las economías se industrializaron y los animales perdieron el último vestigio de dignidad. Ya no “se entregaban”. Fueron fabricados, multiplicados y sacrificados en una escala inimaginable.

El pacto se rompió. El respeto se disolvió. El vínculo entre humanos y animales se convirtió en explotación.

Por eso soy vegetariano. No se trata de modas o tendencias. Se trata de ética. Se trata de escuchar las voces que nos recuerdan —el anciano Cree, el artista renacentista, el monje budista— que los animales no son mercancías, sino compañeros. Si no necesito tomar una vida, me niego a hacerlo. Mi cuerpo no será una tumba.

Los animales son amigos, no comida. Vivir según esa verdad es restaurar el respeto donde se ha perdido. Es honrar la sabiduría de quienes nos precedieron. Es rechazar una industria construida sobre el sufrimiento. Y es defender un futuro donde el alce aún camine libremente, donde su regalo sea raro y sagrado, no rutinario y abusado.

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