La Masacre de Sabra y Shatila Al amanecer del siglo XX, la presencia judía en Palestina era modesta: un puñado de kibutzim agrícolas, unas pocas comunidades urbanas y un renacimiento del hebreo limitado en gran medida a la liturgia y la erudición. El panorama comenzó a cambiar con el Acuerdo Haavara (Transferencia) de 1933 y la Conferencia de Evian de 1938, ambos de los cuales —de maneras muy diferentes— facilitaron la emigración judía de la Europa controlada por los nazis. En unos pocos años, la inmigración multiplicó varias veces la población judía en Palestina, transformando el equilibrio demográfico y el horizonte político de la tierra. La Declaración Balfour de 1917, incorporada más tarde a los términos del Mandato Británico, prometió apoyo para “el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío”, mientras que —crucialmente— estipulaba que “no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes”. Sin embargo, desde los primeros días del movimiento sionista, su liderazgo había hablado de conquista y colonización como etapas necesarias hacia la estatalidad. Pensadores como Theodor Herzl, Chaim Weizmann y, más tarde, David Ben-Gurión debatieron no si debía existir un régimen judío en Palestina, sino cómo asegurarlo y expandirlo en una tierra ya habitada. Para la población nativa —musulmanes, cristianos y judíos por igual— la perspectiva de una inmigración a gran escala bajo un mandato colonial provocó tanto ansiedad como resistencia. Las revueltas árabes de finales de la década de 1930 reflejaron temores de que lo que se presentaba como un refugio de la persecución europea se estuviera convirtiendo, en la práctica, en un instrumento de desposesión. Lo que había comenzado como comunidades paralelas bajo el dominio otomano se estaba reformulando en proyectos nacionales rivales bajo la supervisión británica. La Nakba En noviembre de 1947, el Plan de Partición de la ONU (Resolución 181) propuso dividir la tierra en dos estados, asignando el 56 por ciento de Palestina a la población judía, que en ese momento constituía aproximadamente un tercio de los habitantes y poseía alrededor del 7 por ciento de la tierra. Para la mayoría árabe palestina, esto parecía menos un compromiso que una desposesión sancionada por decreto internacional. Cuando estalló la guerra civil entre las comunidades y los británicos se retiraron, las fuerzas sionistas se movieron rápidamente para asegurar y expandir el territorio asignado a ellas. Para 1948, los eventos se aceleraron más allá de la recuperación. La lucha armada que las paramilitares sionistas —particularmente el Irgun y el Lehi— habían librado contra tanto las comunidades árabes como la administración británica se amplió a una insurrección abierta. Sus bombardeos y asesinatos llegaron mucho más allá de Palestina; un ataque incluso golpeó la embajada británica en Roma. Agotados e incapaces cada vez más de contener la violencia, Gran Bretaña renunció a su mandato, pasando la intratable cuestión de Palestina a las recién formadas Naciones Unidas. El resultado fue la Nakba —“la Catástrofe”— en la que más de 700.000 palestinos fueron expulsados o huyeron de sus hogares en medio de campañas sistemáticas de intimidación y destrucción. Los pueblos fueron arrasados, las familias dispersadas por estados árabes vecinos y una sociedad nacional desmantelada casi de la noche a la mañana. Las Naciones Unidas reconocieron su situación a través de la Resolución 194 (diciembre de 1948), afirmando el derecho de los refugiados a regresar o recibir compensación. Sin embargo, esa promesa nunca se cumplió. Su no implementación permitió tanto a Israel consolidar sus nuevas fronteras como a los países anfitriones árabes tratar la presencia de los refugiados como temporal —una condición provisional que ha perdurado por más de siete décadas. La Diáspora Palestina La violencia de 1948 dejó un paisaje de ruinas y exilio. Entre 10.000 y 15.000 palestinos fueron asesinados durante los combates, mientras que miles más resultaron heridos en masacres y expulsiones realizadas a medida que caían ciudades y pueblos. La investigación contemporánea, incluida la meticulosa documentación del historiador Walid Khalidi en All That Remains, registra la destrucción de más de 400 pueblos palestinos, algunos completamente borrados del mapa, sus ruinas posteriormente sobreconstruidas por nuevos asentamientos israelíes o bosques plantados por el Fondo Nacional Judío para ocultar los rastros de habitación. Para el verano de 1949, la población de refugiados había alcanzado alrededor de 750.000, de una población árabe prebélica de 1,2 millones. Las familias huyeron en oleadas: primero de ciudades costeras como Jaffa, Haifa y Acre; luego de Galilea y las tierras altas centrales a medida que avanzaban las milicias sionistas —pronto integradas en las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF)— bajo el Plan Dalet, un plano estratégico que autorizaba la despoblación de áreas consideradas hostiles o vitales estratégicamente. Los países vecinos absorbieron la marea humana de manera desigual. - Jordania recibió la mayor parte, alrededor de 350.000, muchos de los cuales más tarde adquirieron la ciudadanía jordana. - Gaza, bajo administración egipcia, acogió aproximadamente 200.000, hinchando su estrecha franja en una de las áreas más densamente pobladas de la tierra. - Líbano recibió alrededor de 100.000–120.000, que fueron colocados en campamentos construidos apresuradamente alrededor de Tiro, Sidón y Beirut. - Siria aceptó 80.000–90.000, reasentándolos alrededor de Damasco y Alepo. Números menores llegaron a Irak y Egipto propiamente dicho, aunque estos refugiados a menudo se mudaron de nuevo en busca de estabilidad y trabajo. Las Naciones Unidas establecieron la Agencia de Socorro y Obras para los Refugiados de Palestina de las Naciones Unidas (UNRWA) en 1949 para proporcionar alimentos, refugio y educación. Sin embargo, el mandato de la agencia —pensado como una medida humanitaria temporal en espera de la repatriación— se convirtió en el armazón de un limbo permanente. Mientras que la Resolución 194 reconocía el derecho de los refugiados a regresar, ni la comunidad internacional ni el nuevo Estado de Israel tomaron medidas para implementarlo. Los estados anfitriones árabes, citando esa misma resolución, se negaron a otorgar ciudadanía, insistiendo en que hacerlo legitimaría la negativa de Israel a repatriar a los desplazados. Así, desde el principio, los refugiados de 1948 quedaron atrapados entre dos negaciones: la negación del retorno y la negación de la pertenencia. Refugiados Palestinos en Líbano Líbano, el más pequeño de los estados vecinos de Palestina, soportó una carga desproporcionadamente grande en relación con su tamaño y frágil tejido social. Cuando las primeras oleadas de refugiados cruzaron su frontera sur en 1948, llegaron exhaustos, a menudo a pie o en burro, llevando solo las llaves de sus hogares y escrituras de sus propiedades perdidas. Alrededor de 100.000 a 120.000 palestinos entraron en Líbano entre 1948 y 1949 —aproximadamente una sexta parte de la población total de refugiados creada por la guerra. La recién establecida Agencia de Socorro de las Naciones Unidas (UNRWA) registró 127.000 de ellos para 1952, asentando familias en campamentos improvisados cerca de Tiro, Sidón, Trípoli y las afueras de Beirut. La recepción de Líbano fue moldeada por su propio equilibrio confesional —una delicada división del poder entre cristianos maronitas, musulmanes suníes y chiíes, y drusos— y por un miedo generalizado de que otorgar ciudadanía a decenas de miles de refugiados en su mayoría suníes perturbaría ese equilibrio. A diferencia de Jordania, que más tarde naturalizó a muchos palestinos, Líbano los mantuvo sin ciudadanía, ofreciendo residencia pero no nacionalidad. Fueron etiquetados como huéspedes, un término que implicaba tanto protección temporal como exclusión política. Inicialmente, los refugiados vivían en tiendas de campaña instaladas en lotes fangosos, dependientes de las raciones de UNRWA y la ayuda de emergencia. Con el tiempo, las tiendas dieron paso a chozas con techos de zinc y, más tarde, a cabañas de concreto, pero su impermanencia legal permaneció codificada. Por ley, los palestinos estaban prohibidos de poseer propiedades, unirse a sindicatos o trabajar en más de setenta profesiones, incluyendo medicina, derecho e ingeniería. El movimiento entre campamentos y ciudades requería permisos; el acceso a la educación y la atención médica dependía del perpetuamente subfinanciado sistema de UNRWA. Doce campamentos oficiales tomaron forma eventualmente, desde Ein el-Hilweh cerca de Sidón —ahora el más grande de Líbano— hasta Shatila y Bourj el-Barajneh en Beirut. El hacinamiento pronto alcanzó densidades asombrosas: en Shatila, 30.000 personas vivían en menos de media milla cuadrada. La infraestructura era mínima; los sistemas de alcantarillado y agua se deterioraban; la electricidad parpadeaba por unas pocas horas al día. Sin embargo, en medio de la privación, los campamentos también se convirtieron en espacios de resiliencia —con escuelas, clínicas y organizaciones políticas que sostenían una identidad colectiva anclada en el derecho al retorno. Las autoridades libanesas, respaldadas por gran parte del establishment político, insistieron en que la presencia palestina era temporal. Esta insistencia no era solo demográfica, sino ideológica: integrar a los refugiados, se argumentaba, disolvería el reclamo mismo de que debían regresar algún día a su patria. Como resultado, el exilio palestino en Líbano se convirtió tanto en una condición humanitaria como en una declaración política —un testimonio visible de una herida que el mundo árabe juró no curar prematuramente. El Derecho al Retorno Por décadas, los campamentos no fueron solo una geografía de exilio, sino una emergencia moral de combustión lenta. Imagina generaciones nacidas dentro de callejones con tiendas donde la casa de tus abuelos existe solo en el recuerdo de una llave guardada bajo la almohada —donde se te dice, repetidamente y oficialmente, que tal vez nunca pertenezcas. Después de más de treinta años en los que el derecho al retorno permaneció como una promesa en papel, las resoluciones de la ONU resonaban pero no se aplicaban, y los estados anfitriones trataban el desplazamiento como un problema administrativo temporal, muchos palestinos en Líbano enfrentaron una aritmética sombría: sin ciudadanía, trabajo limitado, educación restringida y ningún camino legal para reclamar tierra o dignidad. La pobreza no era solo material; era jurídica: una condición producida y reforzada por leyes y políticas que hacían imposible la permanencia. No es difícil ver cómo tal condición radicaliza. Cuando los remedios diplomáticos se estancan y las instituciones internacionales fallan en entregar aplicación, la gente común a menudo recurre a herramientas a su alcance —política organizada primero, y luego, para algunos, resistencia armada. El surgimiento de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y sus grupos guerrilleros constituyentes debe leerse contra ese fondo de desposesión. Para muchos refugiados, tomar las armas no era una ideología abstracta, sino una respuesta concreta a una humillación cotidiana: la negación de derechos civiles y económicos básicos, el sellado de fronteras y la lenta erradicación del hogar. Para una población que había visto pueblos arrasados y vecinos expulsados en 1948, y luego vio al sistema internacional reconocer sus derechos sin aplicarlos, la violencia comenzó a parecer el único lenguaje capaz de producir atención, influencia y —por trágico que sea— seguridad. Esa lógica humana ayuda a explicar por qué las facciones armadas establecieron bases en y alrededor de los campamentos, por qué organizaron servicios sociales allí, y por qué los campamentos con el tiempo se militarizaron. No excusa los daños que siguieron. Las operaciones guerrilleras a través de la frontera israelí invitaron a represalias que cayeron abrumadoramente sobre civiles; los castigos colectivos profundizaron los temores libaneses y proporcionaron pretextos para medidas más duras. En resumen, el giro hacia la fuerza creó un bucle de retroalimentación: la apatridez y la marginación empujaron partes de la población refugiada hacia la militancia; la militancia suscitó respuestas militares y deslegitimación política; esas respuestas reforzaron la exclusión de los refugiados. Vista así, la invasión de 1982 —y la masacre que seguiría en Sabra y Shatila— no fue una ruptura espontánea, sino el punto final catastrófico de una cadena forjada por derechos fallidos, remedios truncados y ciclos escalados de retaliación. La complejidad moral es clara: el estado y el sistema internacional que produjeron el limbo de los campamentos llevan responsabilidad por crear condiciones en las que la gente se sintió compelida a resistir —pero la resistencia que toma forma violenta, especialmente cuando apunta a civiles, también produce nuevas víctimas y amplía el abismo moral. El Derecho a la Resistencia El derecho internacional mismo ofrece alguna base para cómo esas elecciones fueron justificadas más tarde. Bajo la Cuarta Convención de Ginebra y el Protocolo Adicional I de 1977, una población que vive bajo ocupación extranjera tiene derecho a resistir esa ocupación —incluyendo, en ciertas circunstancias, por medios armados— siempre y cuando tal resistencia respete las prohibiciones contra atacar a civiles. La Asamblea General de las Naciones Unidas reafirmó este principio repetidamente durante las décadas de 1960 y 1970 en resoluciones que reconocían “la legitimidad de la lucha de los pueblos bajo dominación colonial y extranjera para ejercer su derecho a la autodeterminación”. Si esas disposiciones se aplican a los palestinos que viven en el exilio en lugar de directamente bajo ocupación es debatido. Su tierra y hogares permanecieron bajo el control del Estado de Israel, pero ellos mismos estaban confinados en territorios vecinos, negados el retorno y efectivamente apátridas. Para muchos pensadores y juristas palestinos, ese exilio no anulaba el derecho a resistir; solo desplazaba el campo de batalla. En su visión, el derecho a la resistencia armada se extendía a un pueblo cuya ocupación los había seguido a través de fronteras —a través de expulsiones, bloqueos e incursiones militares en los propios campamentos de refugiados. En la práctica, estos argumentos legales hicieron poco para alterar la realidad vivida: Israel consideraba toda actividad armada desde suelo libanés como agresión, mientras que Líbano trataba a los combatientes refugiados como tanto huéspedes como pasivos. El resultado fue un estado dentro de un estado —la presencia cuasi-autónoma de la OLP en el sur de Líbano— tolerada por algunas facciones y despreciada por otras. A medida que avanzaban los años 70, los campamentos se convirtieron no solo en símbolos de desposesión, sino también en líneas del frente en un conflicto regional en expansión. La OLP en Líbano Para finales de la década de 1960, los campamentos de refugiados de Líbano se habían convertido en el epicentro del movimiento nacional palestino en el exilio. Después de la Guerra de los Seis Días de 1967 y la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza, los grupos de resistencia palestina se encontraron dispersos por el mundo árabe, sus bases en Jordania, Siria y Líbano convirtiéndose en nodos de una lucha transnacional. En septiembre de 1970, la monarquía jordana expulsó a la OLP después de una sangrienta guerra civil conocida como Septiembre Negro. Miles de combatientes huyeron al norte a través de la frontera hacia Líbano, donde los campamentos ofrecían tanto refugio como reclutas listos. El influx transformó el equilibrio político de Líbano. La OLP construyó una administración paralela —gestionando escuelas, hospitales y sistemas de bienestar a través de su Sociedad de la Media Luna Roja Palestina, mientras organizaba alas armadas como Fatah, Frente Popular para la Liberación de Palestina (PFLP) y Frente Democrático para la Liberación de Palestina (DFLP). Para muchos refugiados, la llegada de la OLP simbolizaba empoderamiento: por primera vez desde 1948, los palestinos no eran meros receptores de ayuda, sino agentes de su propio destino. Sin embargo, para gran parte del establishment político de Líbano, parecía un estado dentro de un estado. Las incursiones transfronterizas en el norte de Israel atraían ataques aéreos de represalia que mataban a civiles libaneses y destruían infraestructura, profundizando el resentimiento entre comunidades que no habían elegido albergar una guerra. La coexistencia incómoda entre el estado libanés y la OLP se formalizó en el Acuerdo de El Cairo de 1969, negociado por Egipto. Otorgaba a los palestinos autonomía limitada dentro de los campamentos y el derecho a portar armas con el propósito de resistir a Israel —una concesión sin precedentes en territorio libanés soberano. Por un tiempo, este arreglo mantuvo un equilibrio frágil: Líbano podía reclamar solidaridad con la causa palestina mientras descargaba la responsabilidad por el bienestar y la seguridad de los refugiados. Pero a medida que empeoraban las tensiones sectarias propias de Líbano, el arreglo se desmoronó. La fuerza militar y la influencia política de la OLP crecieron, alineándola con facciones izquierdistas y musulmanas en la guerra civil libanesa de 1975–1990, mientras que las milicias cristianas de derecha, particularmente los Falangistas, llegaron a ver a los palestinos como tanto una amenaza demográfica como un ejército extranjero. Los choques entre los Falangistas y las fuerzas aliadas a la OLP estallaron por Beirut y el sur, convirtiendo barrios y campamentos en líneas del frente. Israel, observando el caos a través de la frontera, comenzó a ver a Líbano no solo como una amenaza de seguridad, sino como una oportunidad. El liderazgo israelí buscó neutralizar a la OLP militarmente mientras cultivaba alianzas con milicias cristianas que compartían un enemigo común. A partir de finales de los años 70, Israel suministró armas, entrenamiento y apoyo logístico al Ejército del Sur de Líbano (SLA) y elementos del movimiento Falangista, construyendo efectivamente una fuerza proxy a lo largo de su frontera norte. En marzo de 1978, tras un ataque de la OLP a la autopista costera de Israel que mató a treinta y ocho civiles, Israel lanzó la Operación Litani, invadiendo hasta el río Litani y matando a más de mil civiles libaneses y palestinos. Aunque la operación se justificó como una medida antiterrorista, su objetivo subyacente era empujar a la OLP hacia el norte y establecer una zona de amortiguación patrullada por el SLA. La Fuerza Interina de las Naciones Unidas en Líbano (UNIFIL) fue desplegada en respuesta, pero su mandato era débil y su presencia en gran medida simbólica. Los próximos años presenciaron un ciclo de escalada: incursiones de la OLP, ataques aéreos israelíes, bombardeos de represalia y el gradual enquistamiento de ambos lados. Para 1981, los funcionarios israelíes afirmaban más de doscientos muertos israelíes anuales por fuego transfronterizo, mientras que las ciudades libanesas sufrían bombardeos regulares en represalia. En el mismo período, Ariel Sharon, entonces Ministro de Defensa de Israel, concibió un plan más amplio —aplastar a la OLP militarmente, expulsarla de Líbano e instalar un gobierno de liderazgo cristiano amigable en Beirut. La Invasión de 1982: Operación Paz para Galilea El 6 de junio de 1982, Israel lanzó una invasión a gran escala de Líbano bajo el nombre en código Operación Paz para Galilea. Oficialmente, el objetivo declarado era limitado: empujar a las fuerzas guerrilleras palestinas cuarenta kilómetros al norte de la frontera para detener el fuego de cohetes transfronterizo. En realidad, el alcance de la operación había sido trazado mucho más ambiciosamente por el Ministro de Defensa Ariel Sharon y aprobado por el Primer Ministro Menachem Begin. Los objetivos no declarados incluían la destrucción de la infraestructura militar y política de la OLP, la expulsión de su liderazgo de Líbano e la instalación de un gobierno proisraelí en Beirut bajo Bashir Gemayel, el líder falangista maronita. La escala de la ofensiva reveló su verdadera intención. Casi 60.000 soldados israelíes, apoyados por 800 tanques, brigadas acorazadas y escuadrones aéreos, cruzaron la frontera en embestidas coordinadas a lo largo de la costa, a través de las tierras altas centrales y en el valle de Bekaa oriental. La invasión rápidamente sobrepasó las posiciones de UNIFIL y los pueblos libaneses, avanzando mucho más allá del límite de 40 kilómetros en días. Para el 8 de junio, las fuerzas israelíes habían capturado Tiro y Sidón; para el 14 de junio, Beirut misma estaba rodeada —una ciudad de casi un millón de civiles, ahora bajo asedio. El costo humano fue asombroso. Según estimaciones del gobierno libanés, aproximadamente 17.000–18.000 personas —en abrumadora mayoría civiles— fueron muertas en la fase inicial de la guerra, y muchos miles más resultaron heridos. Barrios enteros en Sidón y Beirut Oeste fueron arrasados bajo bombardeo sostenido. Periodistas en el terreno, incluyendo a Robert Fisk y Thomas Friedman, describieron escenas de destrucción apocalíptica: hospitales funcionando con velas, cuerpos apilados en callejones y niños portando banderas blancas mientras buscaban agua. El Asedio de Beirut Para finales de junio, los combatientes restantes de la OLP —alrededor de 11.000— estaban atrincherados en Beirut Oeste, rodeados por las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) por tierra, mar y aire. El asedio duró casi diez semanas. La artillería y los ataques aéreos israelíes bombardearon los barrios densamente poblados día y noche, cortando la electricidad, los alimentos y los suministros médicos. Hospitales como el Hospital de Gaza y Makassed fueron abrumados. El número de muertos aumentaba diariamente. Diplomáticos occidentales compararon el bombardeo con el asedio de Stalingrado, notando que el poder de fuego de Israel contra una población civil atrapada era “totalmente desproporcionado”. La indignación internacional creció. El Consejo de Seguridad de la ONU condenó la invasión en la Resolución 508, llamando a un alto el fuego inmediato. El enviado estadounidense Philip Habib negoció incansablemente para mediar un armisticio. Después de semanas de presión, se llegó a un acuerdo en agosto de 1982: - La OLP evacuaría Beirut bajo la protección de una Fuerza Multinacional (FMN) compuesta por tropas estadounidenses, francesas e italianas. - Israel detendría su avance y garantizaría la seguridad de los civiles dejados atrás. - La FMN permanecería temporalmente para supervisar la transición y prevenir represalias. Entre el 21 de agosto y el 1 de septiembre, casi 14.400 combatientes de la OLP y sus familias partieron de Beirut hacia Túnez, Siria y otros estados árabes. La evacuación se realizó bajo supervisión internacional y fue aclamada en ese momento como un éxito diplomático —un final ordenado al asedio que podría finalmente estabilizar a Líbano. Pero la paz resultó ilusoria. Israel no se retiró de la periferia de Beirut como se prometió; sus fuerzas permanecieron posicionadas alrededor de la ciudad. El 14 de septiembre, solo días después de que el último convoy de la OLP zarpara del puerto, una explosión masiva destrozó la sede falangista en Beirut Este, matando al presidente electo Bashir Gemayel —el principal aliado de Israel y la piedra angular de la visión política de posguerra de Sharon. El asesinato, atribuido a un miembro del Partido Nacionalista Social Sirio, destrozó los planes de Israel y sumió a Líbano de nuevo en el caos. La Masacre de Sabra y Shatila Cuando los tanques israelíes entraron en Beirut Oeste el 15 de septiembre de 1982, el barrio de Sabra y el adyacente campamento de refugiados de Shatila yacían dentro del área que rápidamente sellaron. Estos eran distritos densamente poblados, hogar de un estimado 20.000–30.000 civiles, en su mayoría refugiados palestinos y familias chiíes libanesas pobres. Los últimos combatientes de la OLP habían dejado la ciudad dos semanas antes. Lo que quedaba eran civiles desarmados —hombres, mujeres, niños y ancianos— que creían estar bajo la protección del alto el fuego garantizado por Estados Unidos e Israel. El asesinato de Bashir Gemayel, el líder falangista, proporcionó el pretexto para la venganza. Por la tarde del 16 de septiembre, el Ministro de Defensa Ariel Sharon y el Jefe de Estado Mayor Rafael Eitan se reunieron con comandantes falangistas, incluyendo a Elie Hobeika, en el puesto de mando avanzado de las Fuerzas de Defensa de Israel cerca del Aeropuerto Internacional de Beirut. Los Falangistas —aliados cercanos de Israel— fueron autorizados a entrar en los campamentos “para desarraigar restos terroristas”. Los oficiales israelíes coordinaron la logística, suministraron transporte y rodearon el área con tropas y vehículos acorazados. También dispararon bengalas de iluminación durante las noches para facilitar las operaciones de las milicias. Una vez dentro, las unidades falangistas comenzaron a matar indiscriminadamente. Durante las siguientes cuarenta horas, desde la tarde del jueves hasta la mañana del sábado, se movieron de casa en casa, ejecutando familias enteras, violando a mujeres y apilando cuerpos en fosas comunes con buldóceres. Muchos de las víctimas fueron baleadas a corta distancia; otras fueron muertas con cuchillos o granadas. Los sobrevivientes describieron más tarde calles alineadas con cadáveres y el hedor de la descomposición llenando el aire. A lo largo de la masacre, los soldados israelíes mantuvieron cordones alrededor de los campamentos, controlando los puntos de entrada y salida. Los informes de atrocidades comenzaron a filtrarse a los comandantes israelíes por radio en cuestión de horas. Observadores de la Cruz Roja Internacional y periodistas en distritos cercanos también alertaron a los oficiales de las IDF sobre matanzas masivas. Sin embargo, el ejército no intervino. Las matanzas continuaron por casi dos días completos antes de que las milicias finalmente fueran ordenadas a salir a las 8:00 a.m. del 18 de septiembre, tras la indignación internacional y protestas directas de EE.UU. Víctimas y Evidencia El número de muertos sigue siendo disputado pero horrendo en cualquier cuenta. - El Comité Internacional de la Cruz Roja reportó al menos 1.500 cuerpos recuperados, con muertes totales posiblemente alcanzando 3.000. - Una investigación de la Asamblea General de la ONU (1982) estimó entre 2.750 y 3.500 muertos. - La Comisión Kahan israelí confirmó 700–800 víctimas identificadas pero reconoció que muchos más perecieron. Entre los muertos había palestinos, chiíes libaneses y unos pocos sirios —virtualmente todos civiles. Responsabilidad y Cómplice Aunque la masacre fue llevada a cabo por la milicia falangista, la implicación de la estructura de mando israelí en habilitar la operación era innegable. Las fuerzas israelíes habían: - Autorizado la entrada de los Falangistas en los campamentos. - Rodeado el área, impidiendo que los civiles huyeran. - Iluminado el cielo nocturno para la conveniencia de los asesinos. - Recibido informes de matanzas masivas y no hicieron nada por casi dos días. Cuando los primeros periodistas internacionales —incluyendo a Robert Fisk, Loren Jenkins y Janet Lee Stevens— entraron en Shatila el 18 de septiembre, encontraron una pesadilla: callejones obstruidos con cuerpos, fosas excavadas con buldóceres llenas de cadáveres y sobrevivientes vagando en shock. Las imágenes quemaron la conciencia global y destrozaron la afirmación de Israel de que buscaba “paz para Galilea”. Investigaciones y Reacción Global La masacre provocó una indignación internacional inmediata. La Asamblea General de la ONU, en la Resolución 37/123 (diciembre de 1982), la condenó como un “acto de genocidio” y sostuvo a Israel responsable por fallar en prevenirla. En Israel mismo, la ira pública alcanzó niveles sin precedentes: un estimado 400.000 personas —casi una décima parte de la población— marcharon en Tel Aviv exigiendo rendición de cuentas. Bajo presión pública, el gobierno israelí estableció la Comisión Kahan de Investigación en 1983. Sus hallazgos fueron condenatorios, aunque cuidadosamente redactados. La comisión dictaminó que: - Israel portaba “responsabilidad indirecta” por la masacre. - Ariel Sharon era “personalmente responsable” por fallar en tomar acción para prevenir el derramamiento de sangre a pesar de advertencias claras. - Otros funcionarios senior, incluyendo a Rafael Eitan, portaban “culpabilidad personal”. Sharon fue forzado a renunciar como Ministro de Defensa, aunque permaneció en el gabinete y, dos décadas después, se convirtió en Primer Ministro. Ningún oficial israelí o falangista fue nunca procesado penalmente por la masacre. En 2001, sobrevivientes buscaron justicia a través de un caso de crímenes de guerra belga contra Sharon y otros, pero el caso fue desestimado por motivos jurisdiccionales en 2003. La Fuerza Multinacional (FMN) —cuya retirada previa había dejado los campamentos desprotegidos— regresó a Beirut a finales de septiembre de 1982, pero su presencia no podía deshacer lo que ya había ocurrido. Dentro de meses, estalló nueva violencia: atentados suicidas contra tropas estadounidenses y francesas, la retirada de fuerzas occidentales y el descenso más profundo de Líbano al caos. En medio de las ruinas de Beirut Oeste, los sobrevivientes de Sabra y Shatila enterraron a sus muertos en fosas comunes excavadas apresuradamente e iniciaron el largo, invisible trabajo de duelo. En Líbano, Sabra y Shatila profundizaron heridas sectarias. Para las milicias cristianas, cimentó un legado de culpa y retribución; para las comunidades chiíes y palestinas, se convirtió en un símbolo de reunión de sufrimiento e injusticia. La guerra civil se prolongó por ocho años más, dejando alrededor de 150.000 muertos antes de que el Acuerdo de Taif (1989) finalmente restaurara una paz precaria. Sin embargo, los refugiados permanecieron excluidos del pacto nacional de ese acuerdo, aún sin ciudadanía o derechos de propiedad, aún confinados a los campamentos que habían sido los hogares de sus padres y abuelos. Internacionalmente, la masacre expuso las limitaciones del derecho humanitario cuando falta la voluntad política. Las resoluciones de la ONU, las Convenciones de Ginebra y el naciente concepto de “responsabilidad de proteger” todas proclamaron obligaciones para prevenir atrocidades, pero ninguna se tradujo en aplicación efectiva. El caso de crímenes de guerra belga a principios de los 2000 reabrió brevemente la cuestión de la rendición de cuentas pero fue finalmente limitada por reforma jurisdiccional. Hasta el día de hoy, ningún tribunal ha juzgado las matanzas en Sabra y Shatila. Culturalmente, la masacre perdura como tanto herida como espejo. Películas como el Vals con Bashir de Ari Folman (2008) exploran los recuerdos atormentados de los soldados israelíes de complicidad; obras literarias como el Portal del Sol de Elias Khoury y el Piedad la Nación de Robert Fisk documentan la devastación humana con intimidad abrasadora. Para los palestinos, el aniversario cada septiembre es menos una conmemoración que un ritual de continuidad —un recordatorio de que la misma apatridez que los dejó desprotegidos en 1982 persiste hoy en los campamentos de Líbano y a través de los territorios ocupados. Cuatro décadas después, Sabra y Shatila permanece más que un episodio histórico; es un hito moral. Fuerza una confrontación con las consecuencias del desplazamiento no curado, de promesas no aplicadas, de impunidad no desafiada. Muestra que cuando todo un pueblo es despojado de pertenencia legal, la violencia se convierte no en una aberración sino en una inevitabilidad esperando su hora. Los sobrevivientes de la masacre ahora son viejos, sus recuerdos desvaneciéndose en el registro histórico, pero su testimonio perdura como advertencia —que los derechos de los apátridas son la medida de la conciencia del mundo. En última instancia, Sabra y Shatila no es solo la historia de una masacre; es la historia de la pregunta inacabada del siglo XX: ¿cuánto tiempo se puede posponer la justicia antes de que la historia se repita? Epílogo: La Geografía del Exilio La Nakba y Sabra y Shatila no son tragedias aisladas sino capítulos de un continuo único —una historia de seres humanos hechos invisibles por el poder, de leyes proclamadas pero no aplicadas, de memoria weaponizada y olvidada a su vez. Cada momento en esa cadena nos recuerda que el sufrimiento, cuando no se reconoce, se reproduce en nuevas formas y en nuevo terreno. La promesa de justicia ha permanecido en gran medida retórica. Sin embargo, la persistencia de aquellos que recuerdan —los sobrevivientes que aún sostienen llaves a hogares desaparecidos, los niños que crecen en campamentos de refugiados aún esperando el retorno— testifica algo indestructible: la negativa a dejar que el borrado sea el veredicto final. Si hay una lección en esta historia, es que ninguna seguridad construida sobre desposesión puede perdurar, y ninguna paz que excluya la justicia puede durar. Hasta que se honre el derecho de los desplazados a vivir con dignidad —ya sea en retorno o en pertenencia reconocida— la geografía del exilio continuará expandiéndose, y los fantasmas de Sabra y Shatila caminarán a nuestro lado todos. Referencias - Al-Hout, B. N. (2004). Sabra and Shatila: September 1982. London: Pluto Press. - Arens, M. (1982). 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